Se llovió todo en Buenos Aires y en gran parte del país. Las lágrimas
se disimulan mejor en medio de la lluvia. Y el dolor no es para
cualquiera.
Vienen de recibir paliza tras paliza desde la tapa del Clarín y La
Nación y como si fuera poco, algunos veteranos les tiran un puntapié,
como de pasada, para que aprendan de una vez, “qué cosa es la
revolución”. Como si ellos supieran.
Lo viejo se hace viejo cuando presume que lo nuevo es una etapa inferior en el destino humano.
Los pibes vienen con bronca, pero no pisan el palito. No caen en el
juego que propone Magneto y sus esbirros. Vienen de un país aniquilado,
ninguneado, derrotado, sangrado, vaciado. Y vienen de inventarse otro
mundo, donde entremos todos y donde la política sea una poesía en el
muro del barrio. Vienen de trocar la merca licenciosa del olvido impune,
por una cultura nacional y popular de la memoria. Vienen de escuchar
decir a Kirchner que “cuando la juventud se pone en marcha, el cambio es
inevitable”.
La derecha con poder sabe dónde pega y cuándo pega. No ametralla al
boleo con sus editoriales. Ametralla a los que están en los barrios, con
su salita de primeros auxilios, con su escuelita de apoyo, con la
incansable lucha por los derechos humanos, los de ayer y los de siempre.
Ametralla con odio en tinta impresa a los que pintan mil escuelas y
dicen que van por más, a los que acuden gozosos a inaugurar un jardín o
acompañar a Cristina a seguir inaugurando fábricas, caminos, hospitales,
gasoductos y pozos petroleros recuperados.
A ellos les disparan porque malician que no son la mera continuidad
melancólica de aquella juventud gloriosa de los años setenta. Y no se
equivocan.
Esta juventud que milita el proyecto de las mayorías populares en el
siglo XXI, es la superación cualitativa de aquella otra. Abreva de
aquella experiencia lo mejor que tuvo y aprende al mismo tiempo, a no
cometer ningún pecado de soberbia.
Las patrullas perdidas, como decía Walsh hablando de vanguardias, fueron parte de una tragedia nacional. Fueron.
Sur, paredón, La Cámpora… ¿y después qué? Después querrán venir por
el conjunto del pueblo, por sus trabajadores, por sus sindicatos, por
una vuelta al país de la deuda externa, por una educación mitrista y
privatizada, por una salud para pocos.
Sigue cayendo la lluvia sobre Buenos Aires y en el corazón de Boedo,
los pibes de La Cámpora despiden a uno de los suyos. Se llamaba
Christian Alejandro López y le decían Rolo sus compañeros. 20 y pico de
años y se llevó para siempre el aplauso de pie de la militancia, de esa
que lo recuerda mostrando su rostro en mil fotografías, en mil
anécdotas, en mil historias que caben en un puñado de años de esta nueva
patria que les quema el pecho y el alma. Rolo, pintando escuelas,
llevando el Nestornauta, pateando el barrio, dando clases de apoyo,
escuchando y participando de reuniones incansables donde se habla de
Perón y Evita, de Néstor y Cristina, de Mao y del Che, de San Martín y
Belgrano.
La juventud que libera es siempre universal en sus valores. Y ésta lo
es. Pero el piberío de ahora le lleva una ventaja a la generación
diezmada, como llamó a la suya Néstor Kirchner: sabe mucho más de los
Caudillos federales que de Ho Chi Minh y Carlos Marx. Todo un signo del
cambio de época.
Y Rolo se murió de golpe o casi. Por una infección mal atendida,
quizá; o quizá porque una maldita bacteria se escapó de la guarida donde
incuba el odio. Fue tan militante de base como el Chicho, de 20 años
también, que se murió desangrado hace justo un año por meterse a separar
una pelea que no le pertenecía, pero que él creía que sí, porque en la
militancia aprendió que nada de lo humano le era ajeno y entonces se
metió a separar a otros pibes de la villa y lo mataron.
Están ametrallando a esos pibes con sus editoriales. Al sentido de la
vida digna que heredaron de esos otros pibes que los precedieron en
aquella otra juventud de la militancia.
Y Rolo marchaba con ese mismo sentido.
La Cámpora se mete en las cárceles, en las escuelas, en los
hospitales, en las Universidades. Y se mete con la memoria del país que
fuimos y del que estamos haciendo.
Por eso los persiguen.
Porque si fuera cierto que andan con choferes y autos oficiales y
entre lujos y banquetes, el poder no se inquietaría con ninguno de
ellos. Descansaría en ellos. Dormirían tranquilos sabiendo que la
hacienda está a resguardo con una pléyade de jóvenes domesticados.
Cuando ese poder dominaba la escena y las agendas, dijeron: “No hay
democracia sin mercado”. Justificaban la sangría financiera que vendría,
primero por la América latina y después, el resto del mundo. Total, la
resistencia popular, obrero-estudiantil, era apenas un consumo de la
nostalgia infértil.
30 mil desaparecidos aquí y otros tantos allá, dejaron tierra
arrasada para cometer las peores tropelías. Y fue así, a groso modo, que
el mercado se fagocitó a la democracia desde sus entrañas.
El poder imperial de los Estados Unidos, Consenso de Washington
mediante, pasó de una fase de supremacía política y militar a otra de
plena hegemonía política y cultural. Se comieron la cancha, con la
tribuna incluida. Con el cuento proclamado del “fin de la historia”,
estaban decretando el fin del Estado para las mayorías, el fin de la
democracia inclusiva, el fin de la esperanza, el fin de las utopías.
Los dueños de esa receta son los que hoy escriben partes de guerra desde Bruselas.
La Eurozona retrocedió en el segundo trimestre de este año al 0,2%.
Hay once países en recesión en toda Europa. Francia está estancada y
Alemania duda entre caerse o seguir disimulando.
Y no hay luz al final del túnel. Ni hay quien encienda un farol para
advertir que a todos les llegará su diciembre argentino del 2001.
Aquí encendimos nuestra propia antorcha cuando llegó Néstor y después
Cristina y empezamos a decir: no habrá patria sin democracia inclusiva,
sin trabajo, sin producción, sin soberanía.
Esa antorcha es la que portaba Rolo y mal que le pese al poder, seguirá encendida en millones de pibes, quién sabe hasta cuándo.
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